Dios ciega a quien quiere perder

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20 de noviembre, 2015 - 12:30 pm
Redacción Diario Qué Pasa

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Foto: Archivo

Vanidad: calidad de vano; Vano, en el ámbito cristiano, las postrimerías del hombre; Postrimerías: lo que aguarda al hombre al término de su vida (la muerte, el juicio, la pena o la gloria); Primera acepción de vanidad: Falto de realidad, sustancia o entidad. Tercera acepción: Presuntuoso, frívolo e insustancial. Cuarta: Inútil, ineficaz. Quinta: sin fundamento, razón o prueba.

Uno de los pecados capitales es la vanidad, muy común cuando se adquiere poder, especialmente el devenido del hacer político mediante el desempeño de altos cargos, que generan la potestad de usar al pueblo, tanto para el bien, como para el mal, porque el mandato representativo, el que deja en libertad al elegido que se convierte en representante del elector y actúa según su albedrío, hace creer que se gobierna por mandato del pueblo, pero sin el pueblo y, no pocas veces, contra la voluntad del pueblo.

Llegan al extremo de la vanidad quienes creen que llegaron por sí solos, sin aceptar que fue la conjunción de hechos y circunstancias fortuitas cuanto los llevó a ganar la postulación y después las elecciones. Vale decir, el vanidoso se vanagloria y desprecia al conjunto humano que les dio el poder y en el colmo de su engreimiento pasan a servirse de los ciudadanos en lugar de servirles.

Estos hombres y mujeres, presumidos y pedantes, olvidan que «Dios ciega a quien quiere perder», sin palos, ni piedras, dejándolos que paguen las culpas que acarrea el pecado de la vanidad: la soledad, el desprecio, la pena y, nunca, la gloria.

La vanagloria: «presunción o jactancia de una cualidad que se  tiene o se atribuyen», así como la vanidad, se suman para castigar el ultraje a los demás: Es el espejo donde ven reflejado su propio yo, cual sombra que los persigue y de la cual brota, como por arte de magia, la voz que los atormentará.

De esa perturbación conductual deviene la miseria espiritual que es la antesala del mal hacer, dañando con ello a los familiares que los aman, amigos que los quieren y/o aprecian y a los seguidores que en ellos confiaron, dura realidad que forma el estado del alma que conduce a la soberbia: 1. Estimación excesiva de sí mismo en menosprecio de los demás. 2. Exceso de magnificencia o suntuosidad, apartándose de quienes los ayudaron, pero no pudieron impedirles caer en la impudicia de exhibir el poder en ellos delegado, como si de verdad les fuera propio para ejercerlo sin condiciones.

Concejales, alcaldes y presidentes de los institutos municipales; gobernadores, secretarios del despacho y diputados regionales; diputados nacionales y el Presidente de la República, el Vicepresidente Ejecutivo, los ministros, los viceministros, los presidentes de las empresas del Estado, de los institutos autónomos, así como los altos mandos de la administración pública, tienen que ser y parecer honestos en la defensa de las ideas y honrados administrando los recursos encomendados a su custodia.

Recuerden que Dios ciega a quien quiere perder, singularmente a cuantos quedan sometidos al veredicto popular, especialmente de los que callan esperando que los privilegiados pierdan el poder para juzgarlos, condenarlos y aplicarles el castigo de la acción popular.

Es hora de reflexionar: Pocas o ninguna persona, acontecimientos o hechos, salvo una hecatombe, que de hecho podría estar a la vuelta de la esquina, revierte el estado emocional del pueblo sumergido ya en su personalísimo yo, —el auto aprecio—, consciente de su voluntad soberana en medio de emociones y razones, devenidas las primeras de sus sentimientos y las segundas desarrolladas por su inteligencia.

¿Quién predice el resultado de ese proceso? ¿Quién aventura el análisis del por qué los pueblos actúan como lo hacen y peor aún; ¿Por qué dan la espalda a quien antes abrazaron dándoles el frente?

Gastón Guisandes López

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