Armero: 30 años y una crónica de olvido

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14 de noviembre, 2015 - 1:22 pm
Redacción Diario Qué Pasa

Fotos: Agencias

Colombia
— El 13 de noviembre de 1985, tras meses de actividad, el volcán Nevado del Ruiz hizo erupción y sepultó a cerca de 25 mil personas. El país vivió la peor tragedia natural de su historia y en la memoria de la Nación aún persiste el dolor imborrable de un desastre que se pudo evitar.

Reseña el diario El Tiempo que esa noche, el volcán Nevado del Ruiz, que llevaba meses arrojando cenizas, expulsó gases, materiales y aire atrapado calientes que derritieron un casco de nieve y produjeron una avalancha de agua, piedras, escombros y lodo que bajó a unos 60 kilómetros por hora por el cauce del río Lagunillas y a las 11:00 de la mañana llegó a este próspero municipio, el segundo en importancia del Tolima, habitado por 40 mil personas.

La fuerza de la avalancha sepultó a unas 25 mil personas, a las que tomó en su mayoría durmiendo y por sorpresa en sus casas. Una de las víctimas fue el propio alcalde, Ramón Antonio «Moncho» Rodríguez, quien a diario repetía que el volcán era una «bomba de tiempo» y, junto con líderes comunales, intentó hacerles ver a los gobiernos nacional y departamental el peligro que corrían. La avalancha arrasó al final 4.200 viviendas, destruyó 20 puentes y acabó con todas las vías. Nada quedó en pie. Sobrevivieron 15.000 de sus habitantes, que todavía hoy se lamentan de no haber evacuado.

Crónica de un regreso

El periodista Jorge Manrique Grisales escribió para el diario El Espectador sus impresiones sobre su retorno a Armero: En la lejana madrugada de 14 de noviembre de 1985 había conocido de primera mano los restos que dejó la bestia que se tragó un pueblo que se había acostado a dormir la noche anterior con la idea de que no iba a pasar nada.

Hace 30 años, aventurarse en el lodo era algo que confrontaba el instinto de supervivencia y la impotencia de no poder ayudar a quienes yacían en medio de la sopa mortífera que bajó por el cañón del río Lagunillas. 25 mil personas quedaron sepultadas allí. Hoy se puede caminar por la calle 12 de Armero, por donde se abrió paso la descomunal avalancha que se llevó la iglesia de San Lorenzo, los bancos, el comando de la Policía, la estación de Bomberos y la cárcel municipal, extendiendo sus brazos en todas las direcciones. Ese era el corazón de una ciudad donde se negociaba algodón, arroz, café, sorgo y maní. Hoy sólo hay jirones de esa población cubierta por la maleza y las hojas que perezosamente caen de los árboles.

Aquí todo lo que se ha hecho por tratar de preservar la memoria ha caído en el olvido. Solo las culebras y los insectos propios del trópico merodean los mausoleos donde se leen infinidad de nombres perdidos en el tiempo, narra Grisales. La cruz blanca de concreto ante la que oró el papa Juan Pablo II recuerda que ese es un gigantesco cementerio que guarda el recuerdo de 25 mil almas que allí vieron salir el sol que calentó sus vidas y sus sueños que acabaron de un tajo la noche del 13 de noviembre de 1985.

Omayra, el rostro de Armero

Si hay un rostro con el que se pueda recordar la tragedia ocasionada por el Nevado del Ruiz, ese es el de Omayra Sánchez, la niña de 12 años que ocupó la atención mundial durante las tristes horas posteriores al alud que eliminó a Armero.

Omayra quedó atrapada esa madrugada entre los escombros. La mitad inferior de su cuerpo estaba aprisionada. El cadáver de su tía le servía de piso. Un socorrista voluntario la encontró debajo de la placa del techo de su vivienda, luego que la niña lograra sacar una mano y hacer señas. Desde entonces, no hubo quien luchara por su vida, y maldijera por la impotencia que su muerte aseguraba.

Estudiaba el primer año de bachillerato, y en medio de su inocencia, al enterarse del día que era, simplemente comentó: «Uy, hoy era el examen de matemáticas. Creo que voy a perder el año». La ausencia de una motobomba selló su destino. Finalmente, Omayra falleció tras 72 horas de esperanzas, canciones, desconsuelos e impotencia.

«El socorrista espontáneo Jairo Enrique Guativonza permaneció toda la noche abrazado de la niña, para darle calor, ambos metidos allí en el fango. Jairo Enrique cuenta que durante la noche le cantó varias canciones, le contó que había cumplido años el pasado 10 de noviembre (1985) y estuvo diciéndole que por ahí andaban su padre y su madre y que entonces le iban a volver a celebrar su cumpleaños. Al principio de la noche estuvo aún consciente, sosteniendo con sus acompañantes conversaciones coherentes. Pero después de la una de la madrugada comenzó a delirar», resalta El Tiempo.

Cuando llegó la motobomba, tras un lento trabajo para despejar agua y lodo, era tarde. «Omayra estaba como arrodillada, los médicos se miraron. La niña agonizaba. Todos tenían empuñadas las manos. Los médicos se reunieron. Y llegaron a la conclusión de que la única alternativa sería cortarle allí ambas piernas a la altura de la rodilla o dejarla morir. Cortarle las piernas igualmente sería que ella muriera porque no había equipos de cirugía. No había más alternativa: había que dejarla morir. Entonces todos, médicos, socorristas y periodistas nos quedamos en silencio; pasaron tal vez 10 minutos y a las 10:05 de la mañana la niña se estremeció, frunció los hombros. Y murió…».

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